Texto y fotos: Diego Caballo

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San Petersburgo, fundada el 27 de mayo de 1703 por empeño del emperador Pedro I el Grande, desafiando el rigor de la naturaleza del entorno, de carácter pantanoso, dentro de una atmósfera como bordada de niebla, es – dicen algunos folletos – el Versalles ruso o la Venecia del norte.

 

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Y es verdad que se les parece en muchas cosas, como también a otras capitales europeas, pero lo cierto es que esta ciudad, no muy lejos del círculo polar, donde predomina el amarillo de sus fachadas para simular siempre un día soleado, solo se parece a ella misma. Para lograr su armonía casi perfecta intervinieron los más grandes arquitectos, ingenieros e inventores del momento, como el español Agustín de Betancourt.

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San Petersburgo (Ciudad de Pedro), donde nació la URSS, que se mira en el río Neva, en cuyos márgenes solo podían construir sus palacios los miembros de la alta aristocracia, se llamaría también a lo largo de los años Petrogado y Leningrado. Con sus más de cinco millones de habitantes, es una novia engalanada preparada siempre para ser visitada. Su construcción estaba programada bajo tres parámetros:

  1. Teniendo en cuenta que el diez por ciento de su extensión es agua.
  2. Su construcción debía ser mucho más horizontal que vertical (estaban prohibidos los edificios altos.
  3. Con influencia del barroco, neoclasicismo y modernismo.

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Para llevar a cabo el proyecto, su fundador, Pedro I, implantó una especie de “derecho de piedra” que obligaba a cada barco o carro que entraba en la ciudad a traer una determinada cantidad de materiales de construcción, además de la prohibición de levantar edificios de piedra en el resto de Rusia en aquella época.

En Primavera, la naturaleza da rienda suelta a la belleza que viene; en verano, es un disfrute pleno para vivirla de día y de noche, con sus “noches blancas”, ese fenómeno atmosférico que hace que la oscuridad nunca sea completa, y con sus fuegos artificiales de alta belleza; en otoño, luce su gama de colores ocres, oro y rojizos, y por último, su duro invierno, esa estación del año cuando se llegan a alcanzar hasta los 35 grados bajo cero, tan bien contado, entre otros, por Dostoievski en obras como Ana Karenina.

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Existe mucha literatura y filmografía sobre esta ciudad, pero de entre ella sobresale el conocido y triste sitio de Leningrado, quizás el más terrible de la historia de la Humanidad, cuando durante 872 días (desde el 8 de septiembre de 1941 al 27 de enero de 1944), el ejército nazi sitió la ciudad pero que finalmente no fue capaz de quebrantar el espíritu de unos habitantes que tuvieron que elegir entre morir a manos de los destructores de cultura, fascistas y saqueadores o en los campos de concentración a donde serían enviados por “cobardes” y no resistir hasta vencer.

Debilitándose hasta la extenuación por el hambre, helándose de frío y sin luz eléctrica ni apenas agua, se vieron obligados al canibalismo y a “negociar” con los cadáveres. Los muertos, que sobrepasó el millón, son recordados ahora por numerosos monumentos y conjuntos conmemorativos, pero algo tan reciente, apenas 70 años, aún sigue impregnado en el corazón de su gente.

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Desde principios de los años 90 del siglo pasado, tras la caída del régimen soviético, San Petersburgo no ha hecho más que seguir engalanándose para recibir cada vez a un mayor número de turistas, con predominio de los chinos, que parecen salir de cada uno de sus rincones.

Empezando la visita

Se dice que a la hora de visitar una ciudad así existen dos teorías: una aconseja documentarse bien antes para luego poder ser mejor guiado y apreciar cada sitio de interés con más detalles. La otra aconseja no saber apenas nada, no prepararlo, para que desde el impacto visual primero hasta el fin de la visita se sucedan las sorpresas. Por esta segunda nos inclinamos.

Una vez allí, lo mejor es seguir el itinerario contratado y, después, mapa en mano, intentar “pateársela” a cualquier hora del día o de la noche, cuando los puentes se abren al son de la música de Chaikovski. Nos lo facilitará la visita la utilización de su amplia red de metro, con 67 estaciones de gran belleza.

Fortaleza de San Pedro y San Pablo

Nos comenta la guía que también se la conoce como Isla de Conejos (animales al parecer abundantes en la zona en aquella época), una isla natural en la que Pedro I se empeñó en hacer algo grandioso.

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Aquí se encontraba también el cañón cuyo disparo anunciaba a la población la hora del medio día, tradición que se conserva hasta nuestros días.

A ella se accede por la puerta principal, la de San Juan, tras atravesar la puerta de San Pedro, sobre cuyo arco se ha conservado muy bien el águila bicéfala de plomo de su escudo y también bajorrelieves alegóricos a la victoria de Pedro I sobre el rey de Suecia Carlos XII.

Esta Fortaleza, por hacer una comparación, es como El Escorial de San Petersburgo, pues aquí eran enterrados todos los zares, y aquí se conservan sus tumbas, empezando por la del mismo Pedro I.

En San Pedro y San Pablo, ciudad, fortaleza y cárcel, en la que penaron personajes como Dostoievski, casi podríamos afirmar que sí es oro todo lo que reluce, como su famosa aguja, tan simbólica.

Museo del Hermitage

Esta pinacoteca, en la que uno duda a veces qué es más importante, si el continente o el contenido, es también museo de antigüedades y una de las más importantes del mundo.

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Ocupa un complejo formado por seis edificios situados a orillas del río Neva. Entre ellos se encuentra el Palacio de Invierno, que era la residencia oficial de los antiguos zares.

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Sus inicios parten de las colecciones privadas que fueron adquiriendo los zares a lo largo de los siglos, hasta que en 1917 fue declarado Museo Estatal. Su logo es un ciervo volando, que homenajea a los aborígenes o tribus de Asia, que son los antecesores de la población rusa.

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Aquí, el visitante, además de recrearse en la cultura mundial, recibe un baño turco con masaje chino, por la temperatura que soporta y los empujones que recibe por parte de los innumerables chinos que lo visitan.

Aunque sufrió un importante incendio a mediados del siglo XIX, aquí podemos encontrar auténticas joyas representativas de la cultura mundial, como el cuadro de San Pedro y San Pablo, de El Greco; retratos biográficos, el “regreso del hijo pródigo”, una de las últimas obras de Renbrand, con sus múltiples lecturas, pero predominando siempre por encima de todas la que cada uno quiera darle.

 

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Este idílico lugar tiene su origen a principios del siglo XVIII, cuando Pedro I El Grande le regaló a su esposa Catalina I unos dominios donde se edificó un maravilloso conjunto de parques y palacios que posteriormente formó parte de los dominios de su hija Isabel, la Gastadora.

Tras Catalina, su hija Isabel consideró que la residencia de su madre estaba pasada de moda y era incómoda, y en 1752 pidió que se demoliera la antigua estructura y la reemplazara con un edificio mucho más grande en un llamativo rococó que fue terminado en 1756.

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Para sus 303 metros de largo se usaron más de cien kilos de oro para dorar la sofisticada fachada de estuco y numerosas estatuas erigidas sobre el tejado.

El palacio se asocia popularmente con Catalina la Grande, que gobernó 34 años tras el golpe de estado llevado a cabo contra su esposo. Al parecer, tuvo 16 amantes, el último tenía 23 años cuando ella contaba ya 63 años, pero cuando ascendió al trono, consideró su arquitectura anticuada e hizo que las obras programadas se suspendieran tras ser informada de los costes.

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Pero no olvidemos que la ciudad a la que pertenece está compuesta por un complejo palaciego de 630 mansiones, ubicadas en una extensión aproximada de 600 hectáreas entre otros palacios, aquí se encuentra el regalado por Catalina a su nieto.

Iglesia de la Sangre Derramada

Menos conocida por su verdadero nombre, la Iglesia de la Resurrección de Cristo, lugar donde fue asesinado del zar Alejandro II por el terrorista Grinevitski. En la parte oeste del templo está recogido el lugar de la tragedia, conservando una parte de la calzada original donde cayó el soberano malherido.

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Con una superficie de más de mil seiscientos metros cuadrados y una altura de 81 metros, quizás sea el monumento más representativo de San Petersburgo. Resaltan en ella sus más de trescientos mosaicos, que forman una colección única en su género, sin parangón en el mundo. Sobre sus paredes no hay obras pictórica, están cubiertas con representaciones de mosaicos, que se fabricaban en empresas nacionales y extranjeras, esmaltes de joyería.

Palacio Peterhof (la corte de Pedro)

Con sus numerosas fuentes, que funcionan por elevación del agua de forma natural, sin necesidad de ningún tipo de mecanismo - por lo que solo funcionan unas determinadas horas al día, y sin reciclar el agua, ya que vuelven a su destino, que es el canal que conduce al Golfo de Finlandia.

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Peterhof (el Versalles ruso) es una maravilla natural y artificial que contiene también alegorías y numerosas burlas a Suecia, eterno enemigo de Pedro I.

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Un paseo en barco por el río Neva

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La niebla, bruma y el frío matinal envuelven la mañana mientras el barco se desplaza lentamente dándonos ocasión a contemplar auna orilla y otra del río Neva las suntuosas construcciones, que son la presencia viva de la historia de la ciudad. Podemos ir

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contemplando la primera residencia de Pedro I, primer café de San Petersburgo, aún activo, edificios majestuosos y, entre otras muchas cosas, el puente de La Trinidad, a través del cual hizo pasar su avión el piloto de pruebas y héroe de la Unión Soviética Valeriy Chkalov para declararle su amor a la que después sería su esposa.

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Y aquí, tras una comida de gala en un palacio del siglo XIX, mientras se escuchan las suaves notas de un piano, y con el personal de servicio vestido de época, nos dirigimos a la estación de tren, con su caos organizado, para seguir nuestro viaje hasta Moscú, la capital de la Federación Rusa, mientras contemplamos a través de la ventana un paisaje de árboles monótonos y de crecimiento alto y rápido que buscan el sol.

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