NATURALEZA EN ESTADO PURO
Texto: Susana Ávila
Fotos: Eugenia Malea
Edición: Diego Caballo
Un rincón primigenio en un mundo globalizado es sin duda una rareza que hay que disfrutar antes que el siglo XXI lo engulla por completo.
Lamiendo la costa oriental de África a la altura de Mozambique se extiende la hermosa isla de Madagascar. Exótica por su fauna y flora, que alberga algunas especies que no existen en ningún otro lugar del planeta, instaladas en unos parajes fantásticos, con bosques tropicales, playas vírgenes de arenas finas y aguas esmeralda con sus arrecifes de coral.
A pesar de su cercanía al continente africano, hace millones de años Madagascar formaba parte del subcontinente indio y ello ha marcado su impronta en la conservación de especies únicas que no comparte con su vecina África.
El nombre de Madagascar le fue puesto por los portugueses, allá en el siglo XVI, pero se identifica con una isla-reino africana mencionada por Marco Polo a finales del siglo XIII. Parece ser que los primeros asentamientos humanos en la isla se remontan hacia el siglo IV y, pese a que le separaban de África apenas 500 km. y del mundo indonesio 5.500 km., Madagascar fue colonizada antes por los asiáticos que por los africanos y los rasgos de su población les acerca más a Asia que a África, lo mismo que sus costumbres, vocabulario y cultura. Pero las primeras noticias con referencia histórica constatada no son anteriores a la
llegada del portugués Diogo Dias en 1500 seguido por su paisano Fernan Soarez en 1506 que utilizaron sus costas como lugar de abastecimiento de agua y provisiones para sus barcos en la ruta hacia las Indias. En el siglo XIX fue colonizado por los franceses, que no lo tuvieron nada fácil al tener que enfrentarse con la cruel y despótica reina Ranavalona I (1782-1861) que ordenaba matanzas sistemáticas y torturaba a cuanto se ponía en su camino. A pesar de todo, la cultura francesa dejó huella en la isla y es identificable su urbanismo y algunos edificios, de hecho el segundo idioma que se habla en el país, tras el malgache autóctono, es el francés. En el siglo XX recobró su independencia como tantos países africanos que soltaron sus ligaduras de las potencias europeas.
Pero no. Madagascar no es un destino cultural en el que el arte y la historia tengan un apartado, es naturaleza en estado puro. Intentar abarcar toda la isla en un solo viaje es misión imposible, no solamente por su extensión ya que es la cuarta isla más grande del mundo tras Groenlandia, Nueva Guinea y Borneo sino por la dificultad de los desplazamientos de un lugar a otro por carreteras inexistentes y vuelos de hélices con una regularidad absolutamente irregular.
Concentrémonos en la parte norte del país comenzando por la bahía que cautivó los marinos portugueses y que sirvió de refugio a piratas y bucaneros durante años, tanto es así que inspiró la legendaria capital pirata de Libertalia que Daniel Defoe –el del Robinson– situó en sus costas. Se trata de una inmensa bahía que cuenta con un enorme puerto natural junto al que se construyó la ciudad de Antsiranana, en el idioma local pero más conocida hoy como Diego Suárez, nombre híbrido en honor a los descubridores Diogo Dias y Fernan Soarez. Un reconocimiento bastante cuestionable puesto que lo primero que hicieron tras desembarcar fue asesinar a la mitad de la población y esclavizar al resto, pero en fin… es lo que hay.
Eso no es óbice para que el viajero que desee conocer la región y sus tesoros no la elija como su cuartel general. La plaza Foch es el epicentro de la ciudad de Diego Suárez, en sus inmediaciones está el ayuntamiento, la oficina de correos y la de turismo, y también una buena situación desde la que descubrir la mezcla de razas y culturas de las distintas étnicas que allí conviven: chinos, indios, árabes, coreanos, yemenitas, somalíes y europeos o tomar un divertido tuc-tuc amarillo que hace las funciones de taxi para dar una vuelta.
La bahía, que tiene 156 Km. de largo se delinea formando pequeñas bahías de naturaleza salvaje con luz propia. Lo primero que encontramos a la salida de la ciudad, en la cala Melville, es un islote volcánico que se eleva más de 100 m. sobre el nivel del mar totalmente cubierto de vegetación. Se llama Nosy Lonjo –nosy significa isla en la lengua malgache– pero es conocido popularmente como el Pan de Azúcar, una increíble fuente de riqueza natural férreamente preservada al otorgarle un carácter sagrado, que le hace imposible de
visitar, teniéndose que conformar con ver las increíbles puestas de sol que ofrece. Luego vienen las bahías, llamadas de las Dunas, de las Palomas y, la más alejada de la ciudad, Sakalava, generalmente conocidas en los libros de turismo como Las Tres Bahías. Playas salvajes de arena dorada bañadas por un mar cálido de aguas transparentes. La mejor playa de la zona es la de Ramena, junto a la que se levanta un poblado de pescadores que acogen al viajero en sus chiringuitos donde es posible comer el pescado del día, pues el menú depende de lo que se haya capturado esa mañana. También ellos pueden llevar al viajero a conocer el Mar Esmeralda, un mar interior poco profundo y sorprendente que invita al baño y también al buceo.
En el interior, sin abandonar todavía la región, encontramos la biodiversidad de los Parques Naturales. El llamado “Montagne d'Ambre” (Montaña de Ámbar, en español) abarca una importante porción de selva tropical que alberga una rica fauna entre la que se contabilizan siete especies de lémures, 75 especies de aves y 59 de reptiles. No hay ámbar, no, pero el nombre proviene de una especie de flores que cubren la montaña y se avistan desde lejos dándole ese aspecto ambarino. Cruce de veredas y caminos que nos llevan hasta importantes cascadas que ofrecen frescor y riegan el paraíso tropical.
Otro parque nacional imprescindible pero de naturaleza muy diferente es el Tsingy Rojo. La palabra tsingy significa “bosque de piedra” y este entorno está compuesto por formaciones cársticas de agujas calcáreas, lomas ondulantes y afilados picos. El proceso geológico que ha llevado a este paisaje es la erosión en la que aguas subterráneas han socavado las tierras más elevadas creando cavernas y fisuras en piedra. Las aristas de estas formaciones son tremendamente cortantes y componen un panorama verdaderamente singular.
Muchas son las especies autóctonas de Madagascar que la convierten en uno de los reservorios más exclusivos del planeta, como consecuencia de la historia geológica de la isla, emparentada con el subcontinente indio más que con su vecina África, pero con un alto nivel de originalidad debido a la evolución experimentada en millones de años de aislamiento. Las estadísticas hablan de que el 98% de los mamíferos son endémicos, así como el 92% de los reptiles y el 40% de las aves. Y otro tanto puede decirse de la flora que estima unas 15.000 especies que se encuentran exclusivamente en la isla. Pero si hay dos emblemas característicos –que no figuran en su bandera pero que podrían hacerlo con toda legitimidad– son los baobabs y los lémures.
Los baobabs han sido reverenciados por los pueblos nativos desde hace miles de años, pero gracias a obras de la literatura como El Principito, se han convertido en íconos de una cultura. Como árbol –todo hay que reconocerlo– no son muy agraciados, con sus gruesos troncos adaptados para almacenar agua y sus escasas ramas en el extremo superior que pueden alcanzar desde 10 hasta más de 20 metros de altura. Pero, precisamente por eso, sus enormes proporciones y su longevidad les convierten en uno de los vegetales más asombrosos del mundo.
Los hay en el norte de la isla, sí, pero es cerca de la localidad de Morondava, en la costa oeste, donde se encuentra la gran avenida de los baobabs desplegando toda su majestuosidad; un grupo compuesto por unos 25 árboles de la especie Adansonia grandidieri con más de 30 metros de altura y una edad que sobrepasa los 800 años.
Los lémures se encuentran en todo el país aunque existen más de cien especies diferentes distribuidas entre los distintos hábitats. Se trata de uno de los primates más pequeños, simpáticos y sociables si no se les ataca, que desdicen el significado de su nombre pues lémur se refería a los espíritus malignos en la antigua Roma. Es característica su larga cola que les permiten mantener el equilibrio pues pasan su vida entre los árboles. Es fácil verlos en los parques naturales saltando de rama en rama salvo en las épocas de celo que están más cautelosos. Un apunte para las feministas, son los lémures hembras quienes llevan la voz cantante en la manada.
Aunque visualizamos Madagascar como la isla grande, hay una multitud de islas e islotes que también pertenecen al país y, sin alejarnos de la zona norte de la que estamos hablando, hay que mencionar la isla de Nosy Be, un enclave estupendo para la práctica de deportes náuticos como la pesca, el buceo, el snorkel o simplemente navegar hacia algún otro islote cercano… o no tan cercano, pues me viene a la memoria el mismo Nosy Iranja, a un par de horas de Nosy Be, compuesto por dos islotes unidos por un istmo de arena dorada que desaparece con la subida de la marea. La leyenda dice que se trataba de una pareja de enamorados y la divinidad de turno quiso poseer a la chica por lo que les separó, pero la Luna se compadeció de ellos y les dejó permanecer unidos por aquella lengua de tierra, durante unas horas, mientras dura la bajamar.
Leyendas, sí. No podía ser de otra manera en un país de leyenda.